7.1.11

Alberto.


Bueno, como motivo del aniversario de nacimiento de vuestro creador, he decidido (bajo su pronto pedido) publicar este relato corto.

La idea vino de un ser de la internet que me desafió a escribir algo con el nombre de Alberto.
He aquí el resultado; es extenso, pero es bonito.
Sepan disfrutar,

Ramireo.


Alberto sabía muy bien que había cometido un error insalvable. Lo sabía.

Aun así huía, con el único y poco noble propósito de escapar de su castigo. Furioso castigo que habían de imponer aquellas viejas sudorosas que hubieran sido algunas golpeadas y otras partido por el pequeño pero bien ponderado Alberto que de alta prosapia era pero que, sin embargo, ahora prófugo de las mujeres se encontraba.

Dobló la esquina y dentro de un barril se rescondió temeroso, a salvo bajo la tapa de madera que remataba el contenedor.

Esperó y esperó, y tras varios minutos de quietud, apenas tuvo el valor para asomar el pequeñísimo pene por una rendija casi más pequeña que su miembro. Sintió el suave aroma de un rosedal y las caricias del viento, así como también la navaja de un barbero silbando al cortar el aire.

Sintió un fugaz ardor e inmediatamente un dolor insoportable lo abrazó como las llamas abrasan a un carnero en la parilla. Quiso llorar y no pudo, el dolor le doblaba. Intentó meter su pene de vuelta en su escondite, mas fue también un intento vano; ya no lo tenía, había sido cortado de cuajo por el barbero infeliz que ahora lo miraba entornando los ojos (rebatida la tapa del barril) y sosteniendo un pedacito de carne magra y sangrienta en una mano y la navaja en la otra.

Pronto guardó su utensilio y le tendió la mano invitándole a salir del agujero. Mostrábase profundo y grave, como si comprendiera que Alberto apenas se mantenía conciente y tratando de comparecer ante él por ello. Como si comprendiese que donde antes hubiera un pequeño pene fláccido y tierno, ahora había un agujero del que manaba sangre casi inconstantemente. Como si comprendiese, a su vez, que él mismo habíale arrebatado con un solo movimiento de su navaja toda su hombría y reducido al pobre a la miseria del horror y el dolor en todos los sentidos posibles.

Y Alberto no decía nada, siquiera daba señales de estar vivo. Sus ojos estaban abiertos pero su mirada perdida quién sabe dónde. No se atrevía, no quería o no podía llorar, expresar emoción alguna; su estado era casi patético, estaba embebido en un shock postraumático terrible.

El barbero entonces, que de tacto y suavidad tenía lo que un papel de lija grueso, le espetó algunas palabras pseudo insultantes (como si quisiera reducir todavía más al caído en desgracia Alberto), lo asió por la cabeza y lo elevó hasta dejarlo a su altura y lo miró unos momentos. El pobre aludido estaba desconcertado, no se movía, parecía a punto de desfallecer. Y el barbero, sumido en el desconcierto, intentó adherir el trozo de pene al cuerpo por medio del mero contacto físico -pues muy corto de mente era y no entendía que esas cosas no suceden así sin más- y al ver entonces que nada sucedía decidió pegar en la herida sanguinolenta de Alberto un “sticker” de AC/DC con la esperanza de reparar al casi muerto pequeño. Quiso creer que lo consiguió, pues de la herida ya no manó sangre, pero Alberto había muerto. Había muerto pero no desangrado, sino de una profunda pena al comprender que su pequeño pene, fláccido y tierno, sería dado de comer a los abuelos del PAMI, que de ternura sabían poco y nada. Y que tampoco sabían a nada.

1 comentarios:

Zeithgeist dijo...

COMO Q NO HAY COMMENTS!! Yo habia dejado mi comment. CENSURA!